El autor, después de ubicarnos en el escenario que vivimos actualmente, la pandemia y sus consecuencias, graves para el mundo y particularmente para América Latina, hace referencia a la decisión del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) de consagrar sus pueblos a la Virgen de Guadalupe el domingo de Resurrección (12 de abril de 2020) y afirma que este recurso en apariencia devocional, “posee un significado de la mayor importancia regional en esta situación de emergencia”.

Por eso, “tratará de explicar de manera sucinta algunos elementos que nos ayuden a valorar la consagración de nuestras familias y de nuestras naciones a María de Guadalupe. Para ello, recordaremos algunos elementos del acontecimiento guadalupano, miraremos las violencias y las epidemias del pasado y trataremos de ayudar a disponer el corazón para un acto de entrega confiada, que se renueve diariamente en nuestras vidas”.

El contexto del acontecimiento guadalupano

El choque entre nativos y españoles: “Los pueblos prehispánicos, altamente conflictuados con los conquistadores en el siglo XVI, mermados demográficamente a causa del choque militar y de las enfermedades, encontraron en la Virgen María un camino que permitió no solamente disminuir el encono sino facilitar el mestizaje y transitar por un camino que generó un pueblo nuevo”.

Las epidemias, afirma Rodrigo Guerra, no fueron ajenas al proceso de sometimiento de los pueblos nativos: la viruela, el sarampión y otras enfermedades se unen al efecto devastador de la conquista y tienen como efecto inmediato la disminución de la población. “La religiosidad indígena estaba muy unida al conocimiento astronómico y a la política. La destrucción, largamente presentida a través de leyendas y profecías, parecía cumplirse al ver caer a la Gran Tenochtitlán. La oscuridad era enorme. Nadie veía con claridad cual pudiera ser la salida. Los “cantos de angustia” o “cantos de huérfanos” (icnocuícatl) que los indígenas compusieron tras la derrota exhiben con un dramatismo extraordinario la “visión de los vencidos”.[1]

Un acontecimiento más que un símbolo

Justo, al interior de este pathos, afirma Guerra, en diciembre de 1531 sucede el acontecimiento guadalupano. Lo que históricamente acaece no es la invención de un símbolo sino la irrupción de algo objetivamente imprevisible.[2] Santa María de Guadalupe, con rasgos mestizos, sale al encuentro de San Juan Diego y le encomienda una misión: pedir al obispo la construcción de una “casita sagrada” para que Ella pueda escuchar el llanto del pueblo, “su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores, y para realizar lo que pretende mi compasiva mirada misericordiosa”.[3]

Rodrigo Guerra muestra que los conquistadores no fueron capaces de conocer y mucho menos amar al indígena y su mundo. Fray Bartolomé de las Casas intenta adentrarse en las culturas prehispánicas. “Solo la aparición de la Virgen de Guadalupe da inicio histórico a una verdadera evangelización inculturada, a una pedagogía del reconocimiento del otro como sujeto digno y al nacimiento de un nuevo pueblo que no es continuación de la lógica estratégica de la corona española sino irrupción gradual de una novedad empíricamente detectable.[4]

En otras palabras, María de Guadalupe logra lo que muchos misioneros habrían deseado y no consiguieron: reconocer elementos de la teogonía indígena como preparación para la recepción del Evangelio y recuperar la dignidad de aquellos que pensaban, hablaban, vestían y creían de un modo distinto al europeo”.

San Juan Diego, el primer latinoamericano

San Juan Diego, tiene en todo esto un papel crucial. Él se ha bautizado pocos años antes de la aparición. Es un indígena de origen chichimeca nacido en Cuautitlán, que vivió al interior de la cosmovisión náhuatl, y sólo posteriormente, descubrió el valor del evangelio. Sin embargo, su fe, como la de todos, necesitaba ser purificada. Y la purificación le viene a través de una experiencia de lo que hoy llamaríamos “discipulado-misionero”. María le hace una gran encomienda para la que él se descubre totalmente incapaz. Sin embargo, Ella no lo deja solo en su “vocación”.[5] Lo consuela a cada paso y lo corrige con amor.

Guerra, recordando el diálogo entre la Virgen y Juan Diego afirma que “Con estas palabras, María le muestra a Juan Diego, que los propios planes, aún legítimos, no son los más decisivos. Hay un camino basado en la entrega confiada, que, si él lo transita, le permitirá encontrar no solamente la salud para su tío sino la plenitud de vida que su corazón aguarda (…) ¡María de Guadalupe y Juan Diego le dan la vuelta a la concepción española basada en el afán de conquista o de cruzada! Y de esta manera instalan el germen de una racionalidad inclusiva, solidaria y con opción por los pobres al interior de la nueva cultura emergente”.

Rodrigo Guerra insiste en que “La Virgen mestiza opera un mestizaje en el interior de Juan Diego en el que su cosmovisión interior queda como reformulada abrazando lo mejor de la cultura prehispánica y lo esencial cristiano que se incultura. Juan Diego, así, emerge como el primer miembro de una nueva síntesis religiosa, cultural y popular. Juan Diego, es en cierto sentido, el primer latinoamericano”.

“Juan Diego en su carne verifica la existencia de un Dios que dignifica a los últimos y vencidos e invita a una nueva vida que es abandono del pecado – del pecado indígena y español – y que funge como signo y promesa de la liberación integral que es preciso reproponer en cada generación subsecuente”.

María de Guadalupe: Patrona universal

Guerra hace el recuento de las epidemias sucedidas entre el siglo XVI y el XVIII: sesenta epidemias y hambrunas en territorio mexicano. Muchas más en América Latina. Sin embargo, se detiene en la epidemia que comenzó en agosto de 1736 en la población de Tacuba y que luego se expandió hacia la ciudad de México. Todas las medidas sanitarias fueron insuficientes para detener su propagación: “70 mil muertos en la capital y 200 mil en toda la Colonia, según los registros.[6] Las cadenas productivas se fracturaron, la producción de plata disminuyó y el tributo al gobierno también. De este modo, la economía colapsó y comenzó el hambre. El Cabildo quebró lo que causó que los servicios más elementales se suspendieran. El abasto de alimentos, combustible y agua entró en crisis por lo que la criminalidad se disparó”.

El 11 de febrero de 1737 el Cabildo de la ciudad define que dado el desastre no hay otro remedio que “abrigarse bajo el celestial escudo de María de Guadalupe”.[7]

Rodrigo Guerra subraya que “Indígenas, criollos y mestizos agradecieron el Patronazgo de María de Guadalupe quien fortaleció la identidad, la solidaridad y el sentido de vida de todos. Una sociedad virreinal aún fracturada por diferencias étnicas, económicas y sociales”, e insiste: “Los efectos religiosos, sociales y políticos de este hecho, se verán 70 años después en el movimiento independentista y en tantas manifestaciones de religiosidad popular que se multiplicaron por toda la Nueva España”.

Consagrar nuestras vidas, consagrar nuestros pueblos

Hoy, el autor nos recuerda que: “En medio de esta desorientación y extravío, María de Guadalupe nos habla desde el Tepeyac y nos invita a volver a andar el camino de Juan Diego”.

“María de Guadalupe ha sido el modo cómo Dios ha escogido anunciar al “nuevo mundo” que Jesucristo es una Persona viva que se hace encuentro. El anuncio no es para los pobladores de las inmediaciones del cerro del Tepeyac o para los habitantes de la Ciudad de México. El acontecimiento guadalupano posee una dimensión universal aun cuando se haya dado bajo ciertas coordenadas histórico-culturales y con un protagonista central preciso: San Juan Diego, laico indígena, mestizo de corazón, y discípulo-misionero que desde la periferia lleva la buena noticia al centro y “desde abajo” ilumina a quienes, a los ojos humanos, están “arriba”. Pero también, continúa Guerra, “Al que se abandona en María le será mucho más fácil tener la actitud de hijo de Dios; del hijo que, al saber que es amado y cuidado realmente, vela por su dignidad y por la de sus hermanos” y concluye: “Este mutuo cuidado, esta caridad recíproca, reconstruye el tejido social de los pueblos y las comunidades desgarradas por múltiples violencias y les permite eventualmente disponerse para que Dios – si quiere – actúe a favor de la salud y del bien común de los pueblos”.

La iniciativa del CELAM

El Consejo Episcopal Latinoamericano, afirma Guerra, “ha dado un paso adelante invitando a todos a consagrarnos a María de Guadalupe y a pedir, con humildad, el cese de la pandemia del COVID-19: El milagro de la salud – si es su Voluntad – pero principalmente el milagro de la fraternidad y la reconciliación. Sólo con esta premisa será posible imaginar que las familias se reúnan y se abracen tras el aislamiento (…) Y al final, una ecúmene de pueblos soberanos unidos por nuevos lazos de cooperación e integración solidarias podrá emerger para hacer de nuestra región un protagonista global y no un mero objeto de uso o de abuso por parte de los poderosos”.

Rodrigo Guerra cierra su reflexión citando la homilía del Papa Francisco del día 12 de diciembre de 2016, de la que retomo esta frase: “Contemplarla (a María) es sentir la fuerte invitación a imitar su fe. Su presencia nos lleva a la reconciliación, dándonos fuerza para generar lazos en nuestra bendita tierra latinoamericana, diciéndole «sí» a la vida y «no» a todo tipo de indiferencia, de exclusión, de descarte de pueblos o personas”.